Hoy se instaló en Boca del Río el campamento mazateco. Frente a los juzgados, mujeres y hombres despliegan resistencia y cultura para exigir justicia frente a un sistema que persigue a quienes defienden la tierra.

Eloxochitlán frente al Poder Judicial
Por Kino Balu, con un reporte de Sara Betanzos.
Unos brazos tensan una lona frente al edificio del Poder Judicial de la Federación en Boca del Río. La calle se convierte en refugio improvisado: mesas y techos plásticos, ollas comunitarias. Se trta una audiencia paralela. Mientras los jueces deciden a puerta cerrada, mujeres y hombres mazatecos levantan un plantón para recordarle al Estado que la justicia no puede medirse con expedientes inventados ni con décadas de persecución política.
El contraste es brutal: dentro, trajes planchados discuten tecnicismos legales; fuera, un pueblo que carga con más de doscientos mandamientos judiciales fabricados como armas de represión. Es el teatro de la legalidad mexicana: los perseguidos son los que defienden ríos y montañas, mientras los extractores de arena y caciques locales continúan sus negocios con discreta protección estatal.
Eloxochitlán es una variación más en ese guion de criminalización, donde la diferencia es que los perseguidos y perseguidas no desaparecen del todo; se organizan, cruzan carreteras, instalan carpas, viajan cientos de kilómetros para exigir lo obvio: el derecho a existir sin ser cazados por órdenes de aprehensión.
En esa frontera absurda entre el poder blindado y la dignidad al raso, queda instalado el campamento de las mujeres mazatecas. No es solo un sitio para dormir: es la base desde donde se desarrollará el Programa Político Cultural del 2 de septiembre. Habrá foros, música, talleres y denuncias públicas. Es un acto de justicia paralela, un recordatorio de que los pueblos no esperan pasivamente la benevolencia de jueces sordos; crean su propia agenda política, su propio calendario.
El discurso presidencial celebra la pluralidad y la justicia social como si fueran conquistas irreversibles. Pero basta mirar a estas mujeres cargando mantas de denuncia bajo el sol veracruzano para constatar la fractura: lo proclamado desde el estrado y lo vivido en la calle se contradicen.
La ironía es más que obvia: los ministros recién nombrados hablan de modernizar el Poder Judicial, al tiempo que reciben la toma simbólica de su propio edificio por parte de quienes jamás han tenido acceso real a ese mismo sistema. ¿Qué modernización puede haber si el precio de la defensa del territorio sigue siendo el exilio y la cárcel?
Conviene decirlo sin rodeos: no se trata de reformar, sino de desmontar un aparato judicial construido para garantizar la impunidad de arriba y castigar la desobediencia de abajo. La única vía es la que ya ensayan los pueblos: justicia comunitaria, asambleas que sustituyen ministerios públicos, acuerdos colectivos que desplazan a tribunales serviles. El Estado mexicano no necesita más reformas cosméticas; necesita dejar de ser un verdugo con toga.
Porque esas lonas que se amarra frente a un juzgado es más que una protesta: es la evidencia de que la justicia oficial ha colapsado y de que los pueblos están edificando otra. Y quizá, en esa obstinación mazateca de levantar casas de campaña frente a un poder sordo, radica la única esperanza de futuro.

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