“Tenemos órdenes de aprehensión por defender nuestra vida.” Esa frase no proviene de un campo de guerra, sino de un Foro. En México donde defensoras y defensores del agua denuncian cómo el Estado convierte en delito la defensa del territorio. Este artículo —acompañado por un podcast que amplía testimonios de diversas regiones del país— se adentra en la maquinaria legal, política y económica que persigue a quienes protegen lo común: el agua.
A través de historias vivas, cifras y análisis, se debe desmontar la lógica detrás de una represión que no es error ni exceso, sino estrategia. Se trata una guerra contra formas de vida que amenazan el dogma neoliberal.


Defender el agua, vivir con dignidad El Giro de la Rueda


Por Kino Balu

“Tenemos órdenes de aprehensión por defender nuestra vida. Cuando sabemos que el artículo cuarto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos dice que es un derecho humano.” Las palabras de Pascual Bermúdez, defensor de los pueblos cholultecas, pronunciadas durante el foro “La criminalización de las y los defensores del territorio” realizado el 28 de julio por la Asamblea Nacional por el Agua y por la Vida junto con el Congreso Nacional Indígena, revelan una paradoja que define el Estado Mexicano actual: el gobierno persigue penalmente a quienes ejercen derechos. Los testimonios recopilados en este encuentro exponen una contradicción diseñada para legitimar el despojo mientras se mantiene la ficción democrática de la autonombrada cuarta transformación.

Contexto de la represión estatal

El agua, ese elemento que debería ser propiedad común, se ha convertido en el eje de una guerra de baja intensidad contra las comunidades originarias. Los casos documentados en el foro evidencian que no se trata de conflictos esporádicos, sino de una estrategia sistemática de neoliberalización del territorio que opera bajo la lógica de la acumulación por desposesión. Las empresas como Concesiones Integrales de Puebla, la Comisión Federal de Electricidad y los consorcios agroindustriales no son simples actores económicos: son brazos ejecutores de un proyecto civilizatorio que requiere la destrucción de formas de vida comunitaria para consolidar su hegemonía.

La profesora Eusebia de Eloxochitlán de Flores Magón, una de las participantes del foro, lo expresa con claridad dolorosa: “Fui perseguida en el año 2014 y nuevamente soy perseguida en este año 2025.” Su testimonio revela la temporalidad cíclica de la represión, un mecanismo que se reactiva cada vez que las comunidades logran articular resistencias efectivas. La persecución no es reactiva sino preventiva: busca desarticular las capacidades organizativas antes de que alcancen niveles que amenacen los intereses extractivos.

La comunidad mazateca de Eloxochitlán enfrenta más de 200 órdenes de aprehensión contra sus integrantes por defender el río Xangá Ndá Ge. Esta cifra no representa casos aislados de “delincuencia”, sino la criminalización masiva de una forma de vida. Detrás de este aparato represivo se encuentra la diputada Elisa Zepeda Lagunas, quien ha revivido delitos prescritos para mantener el control territorial. El caciquismo local se fusiona con el poder legislativo del estado de Oaxaca para crear un entramado donde la ley se convierte en instrumento de revnacha política y control social.

Renato Romero, defensor de la Cuenca de Agua Libres Oriental, narra una década de resistencia que incluye la expulsión de Coca-Cola, la oposición a Audi y Volkswagen, y la lucha contra el bombardeo de nubes con cañones antigranizo. Su relato demuestra cómo la defensa del agua implica enfrentar simultáneamente al capital transnacional, a los terratenientes locales y al aparato estatal. “A los campesinos nos niegan el agua”, afirma, exponiendo la lógica perversa que concentra el recurso vital en manos de la agroindustria mientras condena a la sed a quienes históricamente han cuidado el territorio.

La violencia ejercida contra Estela Hernández en Santiago Mexquititlán ilustra la interseccionalidad de la represión: mujer, indígena, defensora del agua, fue torturada por documentar detenciones arbitrarias. Su experiencia revela cómo el Estado utiliza la violencia de género como herramienta de disciplinamiento social, buscando quebrar no solo la resistencia individual sino enviar un mensaje de terror a toda la comunidad. La tortura no es exceso policial sino tecnología de gobierno.

El discurso oficial proclama que “primero los pobres”, mientras despliega un arsenal jurídico-policial para desalojarlos de sus territorios. Esta doble moral no es hipocresía sino funcionalidad: permite al Estado mantener su legitimidad discursiva mientras avanza en la mercantilización del territorio. El multiculturalismo neoliberal reconoce la diversidad cultural mientras destruye las bases materiales que la sostienen.

La estrategia represiva combina la judicialización de la protesta con la estigmatización mediática. Los defensores del agua son presentados como obstáculos al desarrollo, enemigos del progreso, delincuentes que impiden la llegada de la inversión. Esta narrativa oculta que las empresas extractivas generan empobrecimiento, contaminación y dependencia, mientras las formas de vida comunitaria han demostrado históricamente su sustentabilidad económica y ecológica.

Las voces reunidas en el foro construyen un mapa nacional de la represión que trasciende las fronteras estatales y partidistas. La defensa del territorio es una propuesta civilizatoria alternativa. Las comunidades que resisten el despojo han desarrollado tecnologías sociales eficientes: sistemas de gobierno por asamblea, formas de propiedad colectiva, prácticas de sustentabilidad ambiental que contrastan dramáticamente con la irracionalidad destructiva del capitalismo extractivo. Por eso se les persigue: porque allí donde florece lo colectivo, se tambalea el dogma neoliberal, ese que el Estado reniega en discurso, pero sostiene con mano dura.

La coordinación entre niveles de gobierno, empresas y caciques locales revela la naturaleza sistémica del despojo. Se trata de una corrupción funcional del sistema: el Estado facilita la acumulación privada mientras criminaliza a quienes defienden los bienes comunes. La Guardia Nacional, creada supuestamente para combatir la delincuencia, se convierte en guardia pretoriana del capital extractivo.

La continuidad represiva trasciende las supuestas diferencias ideológicas entre partidos políticos, exponiendo la farsa de la alternancia democrática. Independientemente de su afiliación partidista, los gobernadores ejecutores del despojo comparten una responsabilidad común en la criminalización de las comunidades indígenas. En Morena, tanto Salomón Jara Cruz en Oaxaca como Alejandro Armenta en Puebla han utilizado su poder para mantener un sistema de opresión que desmiente las promesas de justicia social de su partido. Su práctica gubernamental adopta tácticas autoritarias que benefician a élites locales y empresas, traicionando a las comunidades que dicen representar y revelando que el discurso transformador de la “Cuarta Transformación” es retórica vacía cuando se trata de defender los intereses del capital.

Por su parte, Mauricio Kuri González en Querétaro encarna la postura histórica del PAN de privilegiar el desarrollo económico y los intereses corporativos sobre los derechos humanos, empleando la violencia estatal para silenciar la resistencia indígena sin siquiera la necesidad de ocultar esta agenda tras discursos progresistas. La diferencia entre Morena y PAN no radica en sus prácticas sino en sus estrategias discursivas: mientras el PAN ejerce represión abierta, Morena la disfraza con lenguaje de justicia social.

Estos actores políticos, desde sus posiciones de autoridad, han sido cómplices en la violación sistemática de los derechos de los pueblos originarios, utilizando el aparato estatal para criminalizar la defensa del territorio y facilitar el despojo de recursos. Su actuación evidencia que, más allá de las diferencias ideológicas proclamadas, el sistema político mexicano opera como una máquina multipartidista de legitimación del saqueo, donde la alternancia electoral solo cambia los rostros que ejecutan la misma política extractiva.

La respuesta comunitaria ha desarrollado formas de autodefensa jurídica, comunicativa y territorial que prefiguran alternativas post-capitalistas. La toma del pozo de agua potable en Santiago Mexquititlán durante seis meses, la expulsión de Coca-Cola en Ocotepec, la resistencia sostenida contra los cañones antigranizo, son ejercicios de soberanía popular que demuestran la posibilidad de construir relaciones sociales no mercantilizadas.

La autodefensa comunitaria

La criminalización de los defensores del agua requiere respuestas que trasciendan la lógica liberal de los derechos humanos. No basta con denunciar violaciones: es necesario construir poder popular capaz de enfrentar estructuralmente el proyecto extractivo. Esto implica articular las luchas territoriales con movimientos urbanos, conectar la defensa del agua con la crítica al sistema alimentario industrial, vincular la autonomía indígena con proyectos de transformación social más amplios.

La primera tarea es desnaturalizar la propiedad privada del agua mediante campañas de educación popular que expliquen cómo las concesiones mineras e industriales constituyen robo legalizado. Sumando la construcción redes de solidaridad que protejan física y jurídicamente a las y los defensores mediante brigadas de observación, fondos de defensa legal y protocolos de seguridad colectiva. Además de desarrollar medios de comunicación comunitarios que contrarresten la narrativa hegemónica y visibilicen las alternativas territoriales.

Desplegar una estrategia exige más que tácticas: demanda la gestación paciente de economías solidarias que desgajen, poco a poco, la dependencia del mercado capitalista. Allí donde florecen los sistemas de intercambio local, las cooperativas de consumo o las redes de trueque, germina también una autonomía material que no se mide en divisas, sino en vínculos y resistencias. Se trata, pues, de impulsar procesos constituyentes desde abajo, donde la tierra tenga voz, el agua derecho, y la democracia deje de ser simulacro para volverse práctica viva, participativa, arraigada en lo común.

Pero ninguna raíz se salva sola. Internacionalizar las luchas por el territorio es una urgencia ética y política: tejer alianzas con movimientos anticapitalistas que, en otras geografías, también enfrentan el expolio. El despojo hídrico en México no es es un síntoma de una maquinaria global que convierte el agua en mercancía y la vida en saldo. Solo una respuesta coordinada, tejida desde los pueblos y más allá de las fronteras, puede abrir fisuras en ese engranaje.

Cuando las instituciones se vuelven instrumento de despojo, la asamblea se vuelve escudo.

La transformación social no vendrá de reformas graduales sino de la generalización de formas de organización comunitaria que disputen territorialidad al capital. El agua no se defiende solo con protestas: se defiende construyendo formas de vida que la hagan innecesaria como mercancía.



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