El Día de Muertos es más que una fiesta; es un archivo de denuncias y memoria colectiva para los pueblos originarios de México. En medio del abandono estatal y la marginación, los altares que se levantan año con año funcionan como tribunales que responsabilizan a las autoridades por omisiones que siguen costando vidas. Este artículo profundiza en cómo esta tradición se sostiene como forma de resistencia cultural y reclamo social.
Este artículo complementa de nuestro podcast, donde analizan las afectaciones estructurales a las comunidades indígenas durante la temporada de lluvias y la relevancia del Día de Muertos como acto político.
Xantolo: Memoria que no se Borra – El Giro de la Rueda
El Giro de la Rueda
Podcasts que narran historias de lucha, música y memoria de los pueblos.
Por Kino Balu
Fotografía de portada: Fernando Aguirre
El contexto histórico y cultural del Día de Muertos
Sincretismo y resistencia cultural
Las flores de cempaxúchitl en la sierra de Huayacocotla crecen este año entre el lodo. No en la tierra fértil que conocieron las y los abuelos, sino entre los escombros que dejó la inundación de octubre. Las mismas manos nahuas, tepehuas y ñühüs que ahora trenzan caminos de pétalos naranjas para recibir a los muertos son las que hace apenas semanas escarbaron entre el barro buscando cuerpos. La muerte en la Sierra Norte de Veracruz no respeta el calendario ritual. Llega con las lluvias torrenciales, con los puentes que el presupuesto federal jamás contempló reforzar, con la infraestructura hidráulica que la Comisión Nacional del Agua nunca construyó en territorios que no aparecen en los mapas de inversión pública.
Mientras la Ciudad de México ensaya su desfile de catrinas y el turismo internacional reserva hoteles para fotografiar altares considerados auténticos, estas comunidades saben algo que el Estado mexicano prefiere ignorar: el Día de Muertos no es postal. Es tribunal.
El Sincretismo que no fue Negociación

La belleza que México exhibe cada noviembre tiene genealogía violenta. Cuando la Iglesia Católica llegó en el siglo XVI con la cruz y la espada a borrar el Mictlán, los pueblos originarios no renunciaron a sus muertos. Los escondieron bajo la liturgia católica. Aprendieron a nombrar Todos los Santos lo que siempre había sido el retorno de los ancestros desde el inframundo de nueve niveles. El sincretismo religioso que ahora se vende como identidad nacional no fue negociación cultural. Fue estrategia de supervivencia. Fue resistencia disfrazada de obediencia.
Quinientos años después, el Estado mexicano mercantiliza esa resistencia como producto turístico. En 2008, la UNESCO declaró el Día de Muertos Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Desde entonces, la festividad se empaqueta para exportación. Disney la estetizó en animaciones que eliminaron toda referencia al despojo territorial. Agencias de viajes la comercializan prometiendo experiencias espirituales sin mencionar que setenta y cinco de cada cien hablantes de lenguas indígenas carecen de cualquier forma de atención médica. Influencers la fotografían para consumo superficial en plataformas que nunca mostrarán los panteones llenos de tumbas demasiado pequeñas.
Las calaveras de azúcar, que originalmente surgieron en el contexto colonial para recordar que vivos y muertos forman parte del mismo ciclo, ahora decoran las vitrinas de tiendas departamentales con descuento del quince por ciento. El pan de muerto que se horneaba para alimentar a los difuntos se produce industrialmente en empaques con logotipos corporativos. La lengua náhuatl que nombra al Mictlán es la misma que el sistema educativo nacional dejó morir en las escuelas rurales por falta de maestros bilingües, por presupuesto que la Secretaría de Educación Pública destinó a zonas urbanas, por una política lingüística que durante décadas consideró las lenguas originarias como obstáculo para el desarrollo nacional.
Significado y tradiciones regionales
Pero en la sierra norte de Veracruz donde se celebra el Xantolo, en la sierra mazateca de Oaxaca donde danzan los Huehuentones, en la Península de Yucatán donde el Hanal Pixán mantiene vigente la comida de las ánimas durante tres días consecutivos, en el Istmo de Tehuantepec donde el Xandú zapoteco levanta altares monumentales, en Pátzcuaro y Janitzio donde las veladas nocturnas p’urhépechas transforman los panteones en espacios de encuentro entre vivos y muertos, en la montaña de Guerrero donde los me’phaa preparan con semanas de anticipación las ofrendas para recibir a los difuntos niños y adultos—en todos estos territorios donde el México profundo aún respira pese al extractivismo y al abandono presupuestal, los altares funcionan de manera distinta. No son escenografía para turistas. Son archivos de denuncias. Son memoria que el Estado borra mediante omisión sistemática.

Desigualdades y pobreza en pueblos originarios
Condiciones de salud y acceso a servicios
Siete de cada diez hablantes de lenguas indígenas viven en pobreza. No pobreza romántica de discursos gubernamentales sobre cosmovisiones y saberes ancestrales, sino pobreza material: sin agua entubada, sin electricidad estable, sin caminos pavimentados, sin hospitales a menos de tres horas de distancia. Setenta y cinco de cada cien carecen de seguridad social. En los panteones de la Huasteca hay tumbas de niñas y niños que murieron por diarrea, infecciones respiratorias, sarampión, desnutrición. Enfermedades con cura conocida desde hace décadas. Enfermedades que solo matan donde el Estado decidió no llegar.
La leucemia infantil mata en México con una precisión de clase devastadora. Los niños indígenas diagnosticados con cáncer tienen tres veces menos probabilidades de sobrevivir que los niños urbanos con acceso al Instituto Nacional de Pediatría o a hospitales privados. No porque la biología sea distinta. Porque el diagnóstico llega tarde cuando la clínica rural más cercana carece de laboratorio, porque los protocolos de quimioterapia requieren hospitalización prolongada que las familias no pueden costear sin ingresos, porque el sistema de salud público está diseñado para atender población urbana mientras las comunidades rurales e indígenas quedan como residuo estadístico en reportes del sector salud que nadie lee.
Cada altar montado este noviembre es acto de acusación. Cada fotografía de un muerto prematuro es evidencia. Cada vela encendida formula la pregunta que las instituciones mexicanas no pueden responder: ¿por qué siguen muriendo niñas y niños de lo curable? ¿Por qué los ancianos mueren sin medicinas básicas que el IMSS-Bienestar prometió entregar? ¿Por qué los jóvenes tienen que elegir entre migrar o morir en territorios sin horizonte económico donde el campo dejó de ser viable después de décadas de política agrícola que benefició agroindustrias sobre milpas?
El Desastre que no es Natural
Las lluvias de octubre en la Huasteca se llevaron casas, cosechas, caminos. Se llevaron también la ilusión de que el abandono es pasivo. El Estado mexicano no olvidó a estas comunidades. Las condenó activamente mediante decisiones presupuestales documentadas en actas oficiales. El desplazamiento climático no es fenómeno meteorológico neutro. Es resultado de políticas públicas específicas que durante décadas priorizaron inversión en zonas urbanas mientras dejaban a las comunidades rurales sin infraestructura hidráulica, sin sistemas de alerta temprana, sin protocolos de evacuación, sin presupuesto para protección civil municipal.
Cada presupuesto que la Secretaría de Comunicaciones y Transportes no destinó a reforzar puentes en la sierra, cada hospital que la Secretaría de Salud no construyó en cabeceras municipales, cada sistema de drenaje pluvial que Protección Civil no instaló porque las comunidades indígenas no son prioridad electoral, fue decisión política con nombre y apellido de funcionarios. La muerte por desastre considerado natural no es natural. Es crimen de omisión institucionalizada. Es negligencia convertida en política de Estado.
Las mujeres que ahora preparan los altares del Xantolo en la Huasteca son las mismas que perdieron su maíz bajo el lodo. Son las que reconstruyen sin ayuda gubernamental significativa, con programas de emergencia que llegan tarde y con requisitos burocráticos diseñados para población urbana letrada. Son las que cuidan a los niños desnutridos sin acceso a clínicas funcionales. Son las que entienden que recordar a los muertos es también exigir justicia para los vivos.
Cuando colocan en los altares las fotografías de quienes murieron en la inundación, cuando prenden veladoras por los que cayeron bajo escombros que un muro de contención hubiera detenido, están documentando. Están construyendo archivo de responsabilidades institucionales. Están señalando con nombres y fechas exactas que la muerte llegó no por furia meteorológica sino por presupuesto federal que sistemáticamente excluyó sus territorios de inversión en infraestructura durante décadas.

Quinientos Años de Muerte Institucionalizada
Fernando Benítez escribió que el México indígena ha resistido la muerte durante quinientos años. No se refería solo a la muerte biológica. Se refería al exterminio como proyecto político continuo. La colonización española mató por espada, por viruela, por hambre, por evangelización forzada. Se calcula que la población indígena de lo que hoy es México disminuyó noventa por ciento en el primer siglo de colonización. No solo por enfermedades europeas sino por trabajo forzado en minas, por destrucción sistemática de sistemas agrícolas complejos, por prohibición de prácticas religiosas que estructuraban la vida comunitaria.
La República mexicana del siglo XIX continuó el proyecto con otros nombres. Las Leyes de Reforma despojaron tierras comunales bajo el argumento liberal de que la propiedad individual modernizaría al país. Los territorios indígenas se repartieron entre hacendados y empresas extranjeras. El porfiriato completó el despojo mediante concesiones a compañías deslindadoras que midieron, fragmentaron y vendieron millones de hectáreas que habían sido territorio comunitario durante siglos.
El México del siglo XX mató con indigenismo paternalista. El proyecto cultural post-revolucionario prometió integración mientras destruía lenguas mediante castellanización forzada en escuelas rurales, mientras erradicaba cosmogonías mediante programas de reeducación que consideraban las prácticas rituales como superstición que debía eliminarse para alcanzar el desarrollo nacional. El Instituto Nacional Indigenista operó durante décadas bajo el supuesto de que los pueblos originarios debían dejar de serlo para convertirse en ciudadanos modernos. La integración no era invitación. Era ultimátum.
El México del siglo XXI mata con negligencia presupuestal documentada. Con hospitales que aparecen en mapas oficiales pero carecen de médicos, con clínicas rurales sin medicamentos básicos, con infraestructura prometida en campañas electorales que nunca se construye. Mata con proyectos extractivos que envenenan ríos y secan manantiales mientras las instituciones ambientales otorgan permisos fraudulentos. Mata con violencia que criminaliza a defensores territoriales mediante procesos judiciales fabricados mientras protege a empresarios vinculados con tala ilegal.
Y sin embargo, los pueblos persisten. No por milagro ni por resiliencia abstracta que puede citarse en discursos mañaneros presidenciales. Por terquedad organizada. Por memoria colectiva que se transmite en altares, en danzas, en versos populares que nombran con precisión histórica cada despojo, cada asesinato, cada traición institucional.
Los Muertos que Regresan a Juzgar

El Día de Muertos cumple una función que ninguna institución pública cumple en territorios indígenas: garantiza que nadie muera dos veces. La primera muerte es biológica. La segunda es el olvido. Contra esa segunda muerte, los pueblos levantan altares que funcionan como archivos materiales de injusticia.
No solo altares domésticos donde se recuerda a los abuelos, a los padres, a los hijos que la vida arrancó demasiado pronto. También altares políticos. En los panteones de la sierra norte de Veracruz, entre las tumbas recientes de las víctimas del deslave, se colocan flores también para los que murieron defendiendo el territorio contra tala ilegal. Para los que cayeron enfrentando proyectos hidroeléctricos. Para los que fueron perseguidos o encarcelados por defender su rio. Cada nombre es archivo. Cada fecha de muerte es denuncia contra la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente que nunca protegió nada, contra la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales que autorizó cambios de uso de suelo mediante estudios de impacto ambiental fraudulentos, contra las presidencias municipales que firmaron permisos forestales a cambio de sobornos documentados en expedientes judiciales que se archivaron por falta de seguimiento institucional.
En Eloxochitlán de Flores Magón, los Huehuentones salen a danzar con máscaras de madera que representan a los antiguos. Pero también representan a los presos políticos mazatecos, a los defensores del territorio que se opusieron al interés caciquil y fueron criminalizados mediante acusaciones fabricadas por ministerios públicos que trabajaron coordinadamente con el gobierno Estatal. Cada golpe del tambor es memoria colectiva que el sistema judicial intentó borrar. Cada paso de la danza es continuidad cultural frente a un Estado que les ha negado tierra, agua, justicia, paz.
En la Península de Yucatán, el Hanal Pixán se celebra durante tres días que marcan temporalidades específicas. La comida de las almas no es metáfora: son platos específicos que las familias mayas preparan para alimentar a quienes regresaron del más allá. Pero en esos mismos altares donde se colocan el mukbil pollo y el atole nuevo, también se prenden velas por las y los niños mayas que murieron de desnutrición en comunidades donde el programa de distribución de alimentos básico nunca operó con regularidad, donde las clínicas rurales del IMSS-Bienestar carecen de nutriólogos, donde las cifras de anemia infantil superan el cuarenta por ciento pero no generan declaratorias de emergencia sanitaria.

En el Istmo de Tehuantepec, los zapotecos levantan altares monumentales durante el Xandú que pueden durar varios días. La festividad tiene sentido comunitario profundo: se visitan los panteones con música, se comparten alimentos entre familias, se refuerza el tejido social. Pero esa misma región zapoteca ha sido declarada zona prioritaria para proyectos de energía eólica que despojan tierras ejidales mediante contratos leoninos, que fragmentan territorios comunitarios mediante pagos irrisorios por renta de tierra para instalar aerogeneradores que generan electricidad que no queda en las comunidades sino que se exporta a la red nacional. Los altares del Xandú este año cargan también memoria de los comuneros que se opusieron a esos proyectos y fueron criminalizados por autoridades estatales que operan como facilitadoras de inversión privada.
En Michoacán, las veladas nocturnas p’urhépechas en Pátzcuaro y Janitzio son famosas mundialmente. Los panteones se iluminan con miles de velas, las familias pasan la noche completa junto a las tumbas, se realizan rituales como el kuirisi-atakua. Pero esa misma región purépecha ha sido devastada por tala ilegal que opera con complicidad de autoridades forestales, por aguacate que se cultiva donde antes había bosque de pino-encino, por cárteles que controlan cadenas de producción agrícola y eliminan a quienes se resisten. Las veladas nocturnas este noviembre de 2025 incluyen también tumbas recientes de defensores ambientales asesinados, de comuneros que denunciaron deforestación y fueron silenciados, de autoridades tradicionales p’urhépechas que intentaron frenar el despojo y pagaron con la vida.
En la montaña de Guerrero, los me’phaa preparan con semanas de anticipación las ofrendas para recibir a los difuntos. Son altares cargados de platillos regionales, de trabajo colectivo, de memoria compartida. Pero Guerrero es también el estado con mayor índice de pobreza extrema en México, donde comunidades enteras carecen de agua potable, donde la desnutrición infantil alcanza niveles de emergencia humanitaria sin que el gobierno federal declare intervención, donde los hospitales regionales están a seis o siete horas de distancia por caminos de terracería que se vuelven intransitables durante la temporada de lluvias. Los altares me’phaa este año tienen fotografías de niños que murieron por diarrea porque no hay clínicas con suero oral, de mujeres que murieron durante el parto porque no hay personal médico capacitado en las casas de salud rurales, de ancianos que murieron sin medicamentos para diabetes e hipertensión porque los centros de salud no cuentan con abasto regular.
Los Huehuentones no celebran la muerte. Dialogan con ella. La transforman en fuerza para seguir exigiendo lo elemental: derecho a vivir en el territorio propio sin ser despojados, derecho a existir sin ser convertidos en atracción turística para consumo de clases medias urbanas, derecho a morir de viejos y no de abandono institucional, derecho a que sus hijos no tengan que migrar porque el campo dejó de ser viable después de décadas de tratados comerciales que beneficiaron agronegocios estadounidenses sobre economías campesinas.
Casos emblemáticos y testimonios

Los altares de este noviembre de este año cargan memoria específica. Para las mujeres asesinadas cuya justicia nunca llega porque las fiscalías estatales tienen tasas de impunidad superiores al noventa y cinco por ciento en feminicidios. Para los cuarenta y nueve niños de la Guardería ABC que murieron en junio de 2009 por un incendio causado por negligencia estructural, por corrupción entre el Instituto Mexicano del Seguro Social y empresarios familiares de políticos del Partido Acción Nacional y del Partido Revolucionario Institucional que jamás fueron encarcelados. Para los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos en septiembre de 2014 con complicidad documentada del Ejército Mexicano, de la Policía Federal y de la policía municipal de Iguala, en un caso que once años después sigue sin resolver porque las instituciones de procuración de justicia protegieron a perpetradores en lugar de investigarlos.
Para los periodistas silenciados. México es uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. Desde el año 2000, más de ciento cincuenta periodistas han sido asesinados. La Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión tiene un historial de impunidad sistemática. Los altares este año llevan también las fotografías de comunicadores que documentaron corrupción municipal, que denunciaron vínculos entre autoridades y crimen organizado, que fueron eliminados porque su trabajo periodístico amenazaba redes de poder locales con protección institucional.
Para quienes murieron defendiendo bosques y ríos contra proyectos extractivos avalados por instituciones ambientales que operan como ventanillas para tramitar permisos sin revisar estudios técnicos. Para quienes cayeron bajo el peso de la negligencia médica en comunidades que ni siquiera aparecen en los mapas de cobertura de la Secretaría de Salud, donde las clínicas rurales carecen de médicos durante meses porque los contratos laborales son temporales y los profesionales de la salud no aceptan trabajar en territorios sin servicios básicos.
Los altares, el mole, el pan de muerto y el chocolate no son adornos. Son testigos materiales de un país que no olvida. O que, al menos, se niega a olvidar pese a que las instituciones operan bajo la premisa de que la memoria debe archivarse, clausurarse, superarse mediante discursos de reconciliación que no están precedidos por justicia.
La Versión Lavada para Consumo Global

El México que se vende en los desfiles capitalinos no existe. Esa versión del Día de Muertos es mentira estética. Es la versión lavada, despolitizada, vaciada de su contenido de denuncia. Es la versión que puede consumirse sin incomodar a nadie. Calaveras de azúcar sin hambre estructural. Altares sin panteones llenos de niños muertos por enfermedades prevenibles. Flores de cempaxúchitl sin tierra envenenada por mineras canadienses que operan en México bajo tratados que protegen inversión extranjera más que derechos humanos de comunidades afectadas. Papel picado sin violencia institucional. Danzas rituales sin presos políticos.
Existe, sí, el otro México. El que éste año limpia el lodo donde colocará sus altares. El que prende velas a los muertos recientes y a los ancestrales con la misma rabia contenida. El que sabe que recordar es también señalar responsables con nombres propios, con instituciones específicas, con fechas exactas de asesinatos sin resolver, de desapariciones sin investigar, de negligencias sin sancionar.
Cuando el olor a cempaxúchitl llene los caminos de terracería que el gobierno federal no pavimentó, cuando los tambores de los Huehuentones suenen en las montañas de Oaxaca y las comunidades de la Huasteca limpien el lodo para levantar sus altares entre los escombros que dejó la inundación que infraestructura adecuada hubiera prevenido, sabremos que la memoria sigue viva. Que la muerte, en México, no se celebra: se enfrenta.
La Pregunta que Permanece Abierta
Impacto de políticas públicas y abandono
Cada altar es también interrogante que el Estado mexicano lleva quinientos años sin responder. ¿Por qué siguen muriendo niños de los pueblos originarios de enfermedades curables mientras el presupuesto de salud se concentra en hospitales urbanos? ¿Por qué las comunidades que cuidan los últimos bosques u ríos son criminalizadas cuando se oponen a proyectos extractivos mientras las empresas que deforestan operan con permisos oficiales? ¿Por qué los territorios rurales se inundan porque no hay infraestructura hidráulica mientras las ciudades reciben inversión millonaria en obras que se inauguran con fotografías oficiales?
Altares como archivos y tribunales populares

Altares y memoria de denuncias
¿Por qué la versión del Día de Muertos que se exporta omite que los altares son también tribunales populares donde se juzga al Estado por sus crímenes de omisión? ¿Por qué se mercantiliza la belleza ritual mientras se ignora que esa belleza es forma de resistencia, archivo de denuncias, memoria que se niega a ser borrada?
Las flores de color blanco y amarillo en la Huasteca crecen este año entre el lodo. Pero crecen. Los altares se levantan pese al deslave, pese al abandono presupuestal, pese a quinientos años de intentos por borrar la memoria. Cada pétalo naranja es acto de desobediencia. Las velas encendidas son evidencia que no prescribe. Las fotografías de las y los difuntos prematuros es acusación que no caduca.
El Día de Muertos no es folklore. Es la forma en que los pueblos originarios de México le recuerdan al Estado, año tras año, que la cuenta sigue abierta. Que los muertos regresan no solo a recibir ofrendas sino a juzgar a los vivos. Y que la pregunta sigue ahí, sin respuesta, creciendo entre el lodo como las flores:
¿Hasta cuándo?
Glosario
- Mictlán: En la cosmogonía náhuatl, inframundo de nueve niveles donde transitan las almas de los muertos.
- Xantolo: Nombre del Día de Muertos en la región Huasteca, derivado del latín Sanctorum (Todos los Santos). Mantiene elementos prehispánicos fusionados con liturgia católica.
- Huehuentones: Danzantes rituales mazatecos que representan a los antiguos y mantienen memoria colectiva mediante máscaras de madera tallada y danza ceremonial.
- Hanal Pixán: Celebración maya del Día de Muertos en la Península de Yucatán. Significa “comida de las ánimas”. Se celebra durante tres días: 31 de octubre para niños difuntos, 1 de noviembre para adultos, 2 de noviembre para misa dedicada a las almas.
- Xandú: Nombre zapoteco para el Día de Muertos en el Istmo de Tehuantepec, Oaxaca. Festividad de profundo sentido comunitario con altares monumentales y visita al panteón con música.
- Kuirisi-atakua: Tradición ritual p’urhépecha durante las festividades de muertos en Janitzio, Michoacán.
- Me’phaa: Pueblo originario de la montaña de Guerrero, también conocidos como tlapanecos, que celebran el Día de Muertos con preparativos anticipados y ofrendas de platillos regionales.
Fuentes documentales
- Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Censo de Población y Vivienda 2020. Datos sobre población indígena y condiciones de vida.
- Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Recomendación 12/09 sobre el caso de la Guardería ABC.
- UNESCO. Declaración del Día de Muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, 2008.
- Benítez, Fernando. Los indios de México. Ediciones Era, 1967-1970.
Lo último
- Chi’xoó N’guixó: Música como Memoria y Resistencia

- Día de Muertos: Memoria y denuncia en pueblos originarios

- Xaltipa: Desplazamiento Climático que el Estado No Nombra

- La Espera de Miguel: Diez Años en el Tribunal del Cacicazgo

- Pueblos Originarios Confrontan Despojo en Suprema Corte



0 respuestas a “Día de Muertos: Memoria y denuncia en pueblos originarios”